lunes, 17 de mayo de 2010

Muerte accidental de un anarquista, de Darío Fo

Mediada su carrera, en 1970, Darío Fo puso en escena la Muerte accidental de un anarquista, obra que, aun sin abandonar un claro carácter de farsa, camina ante todo por terrenos políticos. Se denuncian las malas artes de la policía (en los interrogatorios y hasta el asesinato de los sospechosos, presentado luego como suicidio) y de los grupos fascistas (que ponen bombas, se dice, para que se culpe a los anarquistas) y se critica la complacencia de los ciudadanos con el ruido, poco interesados en una verdadera reforma social.

Parece significativo que la traducción española se haya publicado en una editorial de compromiso político claro, como es Hiru. Su colección Skene cuenta en estos momentos con 67 títulos (muchos de ellos, de autores de prestigio evidente), y BreveSkene, con 11. Independientemente de que uno esté de acuerdo o no con el planteamiento general de cada editorial, desde mi punto de vista siempre es una buena noticia que haya editores comprometidos.

En la Muerte accidental, como en otras obras de Fo, el verdadero protagonista y motor de la acción es un marginado social, alguien descrito como un «loco». En realidad, sin embargo, el protagonista demuestra (además de una divertida habilidad carnavalesca, cada vez más exagerada) gran capacidad de adaptación a las circunstancias. El «loco» ha sido siempre un personaje importante en el teatro; en Shakespeare hay varios locos conocidos por su ingenio (de formulación enrevesada, pero sin pelos en la lengua).

Los otros personajes son policías, que incurren en contradicciones y renuncias una y otra vez, pero que, aun tras descubrirse la verdad, se saldrán con la suya (al ver que Bertozzo puede sacar la mano de las esposas comprenderemos, de un modo puramente gestual y teatral, quién ha arrojado al loco por la ventana). La última figura clave es la de la periodista, tan astuta como, probablemente, falta de escrúpulos y ética sincera.

Gracias a la BPE de Albacete por prestarnos los ejemplares.

jueves, 13 de mayo de 2010

La metamorfosis, de Franz Kafka

Leemos un gran clásico de la literatura universal, La metamorfosis, de Franz Kafka, en la traducción de José Rafael Hernández Arias (editorial Siruela; gracias a la biblioteca Fernán Caballero, de Cuenca, por prestarnos los ejemplares).

Se trata de una edición curiosa, puesto que no se enmarca en una serie de literatura, sino en una «colección escolar de filosofía». Sacar a los libros de su contexto «natural» (con todas las prevenciones que se puedan tener, dado que hablamos de cultura, no de naturaleza) tiene el inconveniente de oscurecer algunos aspectos, pero la doble ventaja de iluminar otros y de dar nueva vida a los clásicos (justamente la calidad que los convierte en clásicos: que podamos releerlos generación tras generación y sigan teniendo sentido para sus lectores).

La editorial presenta el libro así: «¿Tiene algún sentido la vida de un ser humano? ¿Y mi propia vida? El siglo XX comenzó en Europa con la conciencia de que todo un orden social se estaba desmoronando y de que había llegado el momento de cambiar profundamente las cosas. Escritores como Franz Kafka supieron reflejar esa situación y señalar sus rasgos más característicos: los seres humanos están perdidos en las redes de una sociedad cada vez más compleja, más tecnificada y más burocratizada. Dar sentido a la propia vida ya no es tan sencillo y todos tenemos que asumir nuestra responsabilidad en la búsqueda de respuestas, aunque la existencia humana parezca absurda y la aparente normalidad de la vida cotidiana trate de ocultar la sinrazón dominante.»

viernes, 16 de abril de 2010

La bodega, de Noah Gordon


Después de las risas que nos causó Darío Fo con sus disparates teatrales, vamos ahora con una novela histórica, La bodega, de Noah Gordon. Ambientada entre 1870 y 1876, tiempo de revolución en el siglo XIX español, con guerras carlistas, el asesinato de Prim o el breve acceso al trono de Amadeo de Saboya, se centra en una figura humilde y trabajadora, Josep, viñero —y más adelante, vinatero— del ficticio pueblo de Santa Eulàlia, en el Penedès, es ante todo una novela de crecimiento personal, casi una bildungsroman.

Josep es el segundo en un sistema familiar que lo cede todo al primogénito (en este caso, su hermano Donat). Las viñas heredadas no poseen gran valor, pues el descuido con que se las trata apenas da para un vinagre de segunda. Donat las venderá a su hermano —en condiciones bastante duras, por sugerencia de su esposa, Rosa— y marchará a trabajar a una fábrica textil. En ese punto, Josep ya ha aprendido a cuidar mejor las tierras, tras varios años pasados en Francia, donde ha tenido que huir cuando cierto Peña, que se presentaba como sargento carlista, les dio una supuesta instrucción militar que en realidad se aprovechó para matar a Prim. Acto seguido, Peña fue dando muerte a todos los implicados; Josep y un amigo lo vieron a tiempo y lograron huir, aunque la amenaza queda ahí y habrá que solventarla antes de que termine la novela.

Las cuestiones amorosas (románticas, incluso) tienen su peso. Josep confiaba en volver al lado de Teresa, pero su larga ausencia provoca que ella se case con otro. ¿Él, que la quería, la ha abandonado? ¿La habrá hundido en la miseria? ¿Acabará como la prostituta local, Renata, enferma del chancro y en manos de un proxeneta sin escrúpulos? Al regresar al pueblo conocerá mejor a Marimar, mujer seca y valiente, que debe ocuparse de un hijo cojo en soledad (por la muerte, tras el atentado, de otro de los habitantes locales, y el maltrato de los hombres que ha conocido con posterioridad). Paso a paso, Marimar va desmontando la muralla que la separa de Josep y cualquier otro, mientras Josep, a su vez, aprender a quererla. Otro caso famoso en el pueblo es el de Quim Torras, viñero descuidado y pareja del sacerdote local, hasta que la malquerencia del alcalde castiga a este a otro destino. Quim le venderá las tierras a Josep y, no sin mucho esfuerzo de este, lo pondrá en camino de fundar su propia bodega.

Como en toda novela histórica, se presta atención a una ambientación local con rasgos curiosos para quien no esté al cabo de ellos; aquí, además de las técnicas de cultivo y cuidado del vino, el mundo de los castellers, las torres humanas colectivas de tradición catalana.

En los foros literarios de la red, la acogida de la novela parece ser algo tibia, al menos en comparación con El médico. En nuestro club la leemos por recomendación de los miembros del grupo, en cualquier caso, varios de los cuales la recomiendan con entusiasmo. Gracias a la biblioteca de Burguillos por prestarnos amablemente sus ejemplares.

jueves, 4 de marzo de 2010

Juan Marsé: Rabos de lagartija

"Hay en su mirada y en su voz susurrante un amago de súplica que ella percibe e interpreta emocionalmente, como siempre. De algún modo le llega el perfume de la verdad, aunque los hechos no se ajusten a la verdad. Y en esta ocasión acierta. Hoy sé que la soledad y la pobreza vividas durante unos años y asumidas ambas sin amargura conformaron la sensibilidad de mi madre, su secreta armonía con el mundo, incluidos sus letargos y su indócil sexualidad; lo pienso siempre que me siento desvalido y solo ante cualquier enigma de la vida, y al conjuro de este pensamiento ella acude con el milagro de su indefensión y su fortaleza. A su modo, David había asumido esa contradicción: como si supiera que la verdad no existe, que solo existe el deseo de encontrarla, luchaba no contra ella, sino contra la fragilidad de su apariencia." (336)

miércoles, 20 de enero de 2010

Juan Marsé: Cronología



1933:
Nace en Barcelona el 8 de enero, como Juan Faneca Roca, pero al quedar huérfano de madre en el mismo parto es adoptado por el matrimonio Marsé.

1934-1946:
Sus primeros años transcurren entre Barcelona y dos pueblos de la provincia de Tarragona donde vivían sus abuelos, Sant Jaume dels Domenys y Arboç del Penedés. Asiste al Colegio del Divino Maestro. Mal estudiante, pasa casi todo el tiempo jugando en la calle y descubriendo los escenarios que más tarde conformarían su particular universo literario. A los 13 años empieza a trabajar como aprendiz de joyero.

1947-1959
Gracias a una amiga, Paulina Crusat, publica sus primeros relatos en la revista Ínsula dirigida por José Luis Cano. Esos años trabaja de ocho a tres en el taller de joyería y por las tardes se saca unos duros en una revista de cine, de vida efímera, que se llamó Arcinema. Descubre la vida bohemia. A instancias también de Crusat, manda un cuento al Premio Sésamo y lo gana. Durante el servicio militar en Ceuta, a los 22 años, comienza a planear su primera novela, Encerrados con un solo juguete. La termina unos años más tarde, en 1958, y la presenta al Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, donde queda finalista y acaba publicada “con honores de premio”.
  

1960-1966
Siguiendo el consejos de Jaime Gil de Biedma y Carlos Barral se marcha a París donde ejerce como “garçon de laboratoire” en el Departamento de Bioquímica Celular del Institut Pasteur. También traduce guiones de películas franco-españolas y da clases de español a Teresa, la hija del pianista Robert Casadesús, que prestaría su nombre a la más célebre de sus novelas. A su vuelta de París, en 1962, publica su segunda novela Esta cara de la luna, hoy repudiada por su autor y descolgada del catálogo de sus obras completas. Comienza su relación con el PCE. Vuelve a Barcelona. Publica Últimas tardes con Teresa que le vale finalmente la concesión del Premio Biblioteca Breve en 1965.

1967-1974
Instalado en su vocación de novelista, abandona el taller y la redacción de Arcinema y se casa con Joaquina Hoyas, una extremeña de Trujillo. Se gana la vida escribiendo publicidad, solapas para algunos libros de Editorial Planeta y diálogos cinematográficos (no guiones) junto a Juan García Hortelano, gran amigo suyo. En 1970 se hace redactor jefe de la revista Bocaccio. Publica sin excesivo éxito La oscura historia de la prima Montse, novela que descubriría las claves del universo literario que ha seguido cultivando hasta la fecha, y comienza una novela en la que se propone rescatar su infancia. Si te dicen que caí se convertirá en su otra gran obra de madurez. Censurada en España, Marsé se ve obligado a publicarla en México, donde recibirá el Premio Internacional de Novela. En 1974, comienza a publicar en la recién estrenada revista Por favor una columna de retratos literarios de personajes de actualidad: actrices, políticos, damas y damiselas de sociedad que tendrán un gran éxito.

1975-1978
Realiza algunos trabajos para el cine -frecuentemente con Jaime Camino-, que el escritor define como “rigurosamente alimenticios y sin el menor interés artístico”. En 1978, con La muchacha de las bragas de oro, Marsé gana el Premio Planeta y con él varios miles de lectores.

1979-1986
Continúa alimentando su sugerente visión de la Barcelona de la posguerra con Un día volveré (1982) y Ronda del Guinardó (1984). En 1984 sufre un infarto que hace necesaria una complicada intervención quirúrgica. Sin embargo, a los dos años volverá a publicar, esta vez una colección de relatos bajo el título de Teniente Bravo (1986).
   
1987-1997
La década de los 90 supuso la consagración definitiva del escritor barcelonés con la recepción de numerosos galardones literarios. En 1990 fue destacado con el premio Ateneo de Sevilla por El amante bilingüe. En 1994 El embrujo de Shanghai le valió el prestigioso Premio de la Crítica y el Aristeión, galardón que concede la Unión Europea a los dos mejores libros de creación y traducción de entre todos los publicados en sus países miembros y lenguas respectivas. En 1997, es galardonado con el premio Juan Rulfo de Literatura Latinoamericana y del Caribe, el más prestigioso de Latinoamérica, dotado con 15 millones de pesetas.

1998-2000
Tras siete años de silencio, Marsé publica Rabos de lagartija, novela que la crítica ha saludado de manera entusiasta como un regreso al mundo narrativo de la Barcelona urbana y otras obsesiones del autor.

2001-2004
Rabos de lagartija recibe el Premio de la Crítica y el Premio Nacional de Narrativa a la mejor novela publicada el año anterior. En 2002, Espasa publica una concienzuda edición de Cuentos completos, que reúne todos los relatos escritos por Juan Marsé desde 1957, y que fueron apareciendo en las páginas de distintas publicaciones como Destino, El Urogallo, Rumbos o La Vanguardia. Seix Barral rescata La gran desilusión, un “libro personal”, escrito originalmente en los setenta, que recorre las décadas de los treinta y cuarenta a través de “una especie de miscelánea de imágenes y recuerdos que remitían tanto a noticias y fechas históricas como a vivencias, modas y costumbres vinculadas al acontecer cotidiano, a la memoria popular de una época”.

Firmin, reseñado en Babelia

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«Sam Savage, un antiguo y valleinclanesco profesor de filosofía de Yale, pescador de cangrejos en South Carolina, mecánico de bicicletas y escritor frustrado, un alternativo con la cabeza muy bien amueblada, se autorretrata como un ratoncito de Boston que se alimenta de los libros que se apilan en el sótano de la librería de viejo Norman y que aspira a convertirse en un gran autor, todo un irónico y tierno homenaje a los lectores empedernidos de buena voluntad (que no a las ratas de biblioteca), y poderosa metáfora de las virtudes redentoras de la lectura. Firmin, librito delicioso donde los haya, también es un viaje iniciático por el mundo del libro y de la ficción de la mano de su insólito protagonista, y una máquina de guiños literarios sin duda estimulante, que se pone en funcionamiento en la primera página, cuando el ratoncito Firmin, cónsul de las letras bautizado no por azar como aquel Geoffrey Firmin de Bajo el volcán, de Lowry, se obsesiona con el comienzo de la crónica de su vida que está componiendo en su cabeza, reclama para sí el talento de tipos como Nabokov, capaces de abrir una novela con frases brillantes como “Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas”, saca del cajón el viejo tópico del escritor bloqueado y de los beginnings, y arranca su extenso monólogo interior desde las catacumbas de la soledad, la marginación —rata que veas leer, déjala correr, se dicen sus congéneres— y el lento aprendizaje de la decepción (uno de sus arranques favoritos es aquel impactante “ésta es la historia más triste que jamás he oído”, de El buen soldado, de Madox Ford), un monólogo que Savage construye sobre el modelo del primer capítulo, “La ratonera”, de las Memorias del subsuelo (1864) de Dostoievski, la crónica personal que un proscrito le cuenta a un lector imaginario en un apóstrofe de doscientas páginas.
Firmin vive literalmente de los libros, que digiere a la vez en su estómago y en su cerebro, convirtiéndose de forma paulatina en un humano encerrado en el cuerpo de una rata, que reescribe el Retrato del artista adolescente (en inglés leeríamos en realidad A portrait of the artist as a young rat), y que a fuerza de morder y deglutir páginas se vuelve un crítico literario de envidiable talento, capaz de atropar autores como Carson McCullers, el Joyce de Finnegans Wake, Tolstói, George Eliot, Proust o el Dickens de Oliver Twist, con cuya legendaria desgracia siente empatía el bueno de Firmin, a la vez que suscribe con ironía la necesidad de un canon (repitiendo una y otra vez “éste es uno de los Grandes”) y pasa revista con delicioso humor a los tópicos del mundillo literario, el bourbon hasta altas horas junto a una Underwood, autores firmando ejemplares, ediciones de bolsillo del Henry Miller más obsceno llegadas por contrabando desde París o editores rechazando magníficos originales de tres al cuarto. El monólogo de Firmin atraviesa párrafos de divertida dietética libresca —¿Scott Fitzgerald tal vez más agridulce que D. H. Lawrence?— y de una entrañable picaresca de la supervivencia que une a nuestro roedor de palabras con las tribulaciones de Lennie y de George, aquellos roedores de mendrugos de De ratones y hombres (1937), de Steinbeck. Firmin no soporta ni a Micky Mouse ni a Stuart Little (con Ratatouille, en cambio, harían sopa de letras), pero se tratan como hermanos con el infalible librero Norman (“nunca le ponía Peyton Place en las manos a alguien que habría sido mucho más [feliz] con El Doctor Zhivago”) y traba una amistad de cuento de hadas con el rechoncho Jerry Magoon, un escritorcillo de ciencia-ficción con el que escucha a Charlie Parker a todo trapo y ve películas en tecnicolor, y que recuerda sin esfuerzo a Kilgore Trout, aquel estrafalario escritor de serie B concebido por Kurt Vonnegut, cuya obra, con la farsa de la creación que tituló El desayuno de los campeones a la cabeza, estuvo muy presente en la memoria de Savage mientras redactaba Firmin. Nuestro letraherido ratoncito quisiera ser personaje de todas las novelas que le han encandilado y, como Alicia en el País de las Maravillas, ve en la ficción una válvula de escape de la rutina de la vida, nos contagia sin remedio esa visión y, siendo en ocasiones Anna Frank y a veces Fred Astaire, disfrazándose de Gatsby y de bostoniano de Henry James vuelto del revés, Mr. Firmin nos conmueve para siempre con sus lecciones de humanidad, sentido del humor y aguda sátira de nuestro loco mundo, nos empuja a leer aún más y nos impide volver a gritar ¡malditos roedores!»

Firmin, de Sam Savage


Firmin. Aventuras de una alimaña urbana, de Sam Savage, es de esas novelas que nos propone contemplar lo que describe —aquí, el mundo de los libros y la ciudad (y las miserias) de los hombres— desde una perspectiva distinta. Como aquel viajero persa que viajaba por nuestra cultura, la observaba desde su punto de vista y se sorprendía e iba escribiendo las Lettres persanes que nos transmitieron el pensamiento ilustrado de Montesquieu (o igualmente, nuestras Cartas marruecas), en esta ocasión hallamos un punto de vista animal —una rata que bien podríamos denominar «devoralibros» y a la vez «libresca»— y, metafórica y literariamente, extraterrestre —de acuerdo con la novela escrita por un personaje, protagonizada por las inteligentes babosas del planeta Axi 12, metamorfoseadas por error en ratas—.

«No tienes que creerte los relatos para que te gusten. Me gustan todos. Me encanta la progresión del planteamiento, del desarrollo y del desenlace. Me encanta la lenta acumulación de significados, los brumosos paisajes de la imaginación, los recorridos laberínticos, las laderas boscosas, los reflejos en los estanques, los giros trágicos y los deslices cómicos. La única literatura que no soporto es la de ratas, incluidos los ratones. Me carga el Rata de El viento en los sauces, tan bondadoso y bueno. A Mickey Mouse y Stuart Little me dan ganas de mearles en la boca. Van por ahí arrastrando los pies, afables, primorosos, se me hincan en el gaznate como espinas de pescado.» (63)

«Los demás miembros de mi familia fueron afortunados, en cierto modo. Gracias a la enanez de su imaginación y el corto alcance de su memoria, no era gran cosa lo que pedían: más que nada, comida y fornicación, y de ambas dispusieron en cantidad suficiente como para ir tirando mientras les duró la vida. Pero eso no era vida para mí.» (80)

«Echar abajo una parte tan grande de la ciudad iba a ser muchísima tarea. Los edificios eran viejos y tenían las raíces profundas y no iban a marcharse por propia voluntad. De manera que el alcalde y el ayuntamiento emprendieron la búsqueda del hombre adecuado, alguien que comprendiera las dificultades de utilizar maquinaria pesada en edificios viejos y calles estrechas, y encontraron a Edward Logue. Lo llamaban el Bombardero, porque bombardero había sido durante la Segunda Guerra Mundial. A bordo de un B-24. De manera que conocía de primera mano el mayor proyecto de renovación urbana de la historia. Envío fotos de Stuttgart y Dresde al alcalde y los concejales y les dijo: “Yo puedo hacer lo mismo con la plaza Scollay”. Le dieron el encargo.» (92-93)

«Al succionarme las encías se me llenaba la boca de un sabor a sangre. Me imaginé muriendo. Fred Astaire, el gran bailarín, muriéndose. John Keats, el gran poeta, muriéndose. Apollinaire, delirante, muriéndose. Joyce muriéndose en Zúrich. Stevenson muriéndose en Samoa. Marlowe muriendo apuñalado. Lamentaba que no hubiera nadie delante para verme. Las bellas mariposas plegarían las alas y yo iba a morir como una rata cualquiera. ... Matarratas, o El amor traicionado. Todo lo que yo había creído firme y atado se desmoronaba ahora; y, sin embargo, al mismo tiempo me sentí renacer. Estaba dispuesto, como suele decirse, a volver página.» (120-121)

«Jerry fue el primer escritor verdadero que conocí y debo confesar que, a pesar de su bondad, me decepcionó. Como ya he dicho, yo, por aquel entonces, seguía siendo muy burgués, y Jerry no llevaba, de ninguna manera, la vida que según mis normas habría tenido que llevar. ... Yo siempre había imaginado que un verdadero escritor —como yo, en mis sueños— dedicaría gran parte de su tiempo a estar instalado en los cafés, sosteniendo ingeniosas charlas con gente chispeante y que de vez en cuando regresaría a casa con una chica de larga cabellera negra ... Lo imaginaba encerrado en su cuarto durante días, bebiendo litros de whisky en un vaso de Woolworth y tecleando en su Underwood hasta altas horas de la madrugada. Nunca iba bien afeitado, pero tampoco pasaba de una barba de dos días. Había cierta amargura escondida en la comisuras de su boca, y sus ojos tristes traicionaban un irónico je ne sais quoi. Jerry solo se ajustaba a esta descripción —muy remotamente— en lo que se refiere al whisky.» (147-148)
  • Sam Savage, Firmin. Aventuras de una alimaña urbana, editorial Seix Barral, Barcelona, 2007. Traducción de Ramón Buenaventura. Ilustraciones de Krahn.

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