"Venga después de la oración del magrib si quiere escuchar al hakauati", me dicen. El café junto a las escaleras de la callecita Al Nafura, bajo el alminar de Yahia de la gran mezquita de los Omeyas, y cerca de la puerta del zoco Al Arqadiya, está lleno de parroquianos, sentados en las sillas de enea de su pequeña y animada terraza. Saboreando las tazas de té, fumando con indolencia el narguile o pipa de agua, se distraen con el ir y venir de transeúntes árabes, de turistas extranjeros, que suben y bajan las escaleras de esta calle de vetustas casas damascenas y alegres emparrados.
Poco después que los almuédanos de las mezquitas, al unísono, entonen la llamada a la plegaria del magrib, a la hora del crepúsculo, llega el hakauati o narrador de cuentos tradicional. Se llama Rashid el Qalaq, Abu Shadi, tiene 60 años y se presenta como el último hakauati de Damasco.
En el interior del café, hay un pequeño estrado con una silla con incrustaciones de nácar y un trípode de latón. El narrador, vestido con unos anchos pantalones negros, o zaragüelles, ceñidos con una faja gris, y tocado con el fez rojo o tarbusch del tiempo de los otomanos. Al subir al estrado abre un libro de sobadas tapas y empieza a leer. Entre los parroquianos hay funcionarios, estudiantes, un público aficionado y curiosos turistas. En el abovedado café, con relamidos cuadros de paisajes y una fotografía de la gran cantante egipcia Um Kalsum, se ve un aparato de televisión apagado. En Beirut no quedan narradores de cuentos como los que durante décadas habían hecho las delicias de públicos populares. En el barrio musulmán de Basta de Beirut aún había asistido al final de los años setenta a alguna de sus actuaciones.
Abu Shadi va leyendo lentamente ya sea una historia de la época de los mamelucos ya sea actual; casi siempre relatos de intrigas y penas amorosas, o de apasionadas aventuras. A veces con una vieja espada golpea la mesita de latón para provocar un efecto teatral o llamar la atención de los parroquianos. De vez en cuando dramatiza modulando las voces distintas de los personajes, profiriendo exclamaciones, elevando sus manos hacia el techo del café, lleno de humo. En ocasiones interrumpe la lectura si los parroquianos hablan en voz alta o se enzarzan en interminables diálogos a través de los móviles, tan populares en Siria. Los camareros van y tienen sirviendo las tacitas de té o los refrescos y un muchacho limpiabotas descalza a los clientes para dar brillo a sus zapatos en la calle.
La parroquia escucha, ríe a veces, aplaude un pasaje al identificarse con algún personaje de la narración, permanece silenciosa amedida que se acerca el desenlace. El hakauati maneja con destreza el relato y, a menudo, deja en suspenso el final del cuento hasta el siguiente capítulo.
Los hakauatis se esforzaban por contar historias cada vez más apasionantes y, si con frecuencia eran superficiales o teatrales, sabían cómo empezarlas, interrumpirlas o concluirlas. La televisión no ha podido acabar completamente con esta tradición.
Pero ¿cuánto tiempo seguirá habiendo hakauatis? Al terminar la lectura Abu Shadi desciende del estrado y, dejando los viejos libros y la espada sobre la silla, se quita el fez. Un camarero ha pasado una bandeja en la que los parroquianos han dejado sus propinas. "Los hakauatis se extinguen –me dice– porque ganan muy poco. No crea usted que este dinero recaudado es todo para mí".
miércoles, 9 de abril de 2008
El último cuentacuentos de Damasco, por Tomás Alcoverro
El periodista Tomás Alcoverro, desde Damasco, escribe una nota que habla de lo mismo que el libro de Rafik Schami que tan buen sabor de boca nos dejó: Narradores de la noche. Copio de La Vanguardia:
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