jueves, 3 de diciembre de 2009

Los santos inocentes, de Miguel Delibes: final del libro cuarto


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y el Azarías la condujo bajo el sauce y, una vez allí, se detuvo, sonrió, levantó la cabeza y dijo firme pero dulcemente,
    ¡quiá!
y, de improviso, ante los ojos atónitos de la señorita Miriam, un pájaro negro y blando se descolgó desde las ramas más altas y se posó suavemente sobre el hombro del Azarías, quien volvió a tomarla de la mano y
    atienda,
dijo,
y la condujo junto al poyo de la ventana, tras la maceta, tomó una pella del bote de pienso y se la ofreció al pájaro y el pájaro engullía las pellas, una tras otra, y nunca parecía saciarse y, en tanto comía, el Azarías ablandaba la voz, le rascaba entre los ojos y repetía,
    milana bonita, milana bonita,
y el pájaro,
    ¡quiá, quiá, quiá!
pedía más y la señorita Miriam, recelosa,
    ¡qué hambre tiene!
y el Azarías metía una y otra vez los grumos en su garganta y empujaba luego con la yema del dedo y, cuando andaba más abstraído con el pájaro, se oyó el escalofriante berrido de la Niña Chica, dentro de la casa, y la señorita Miriam impresionada,
    y eso, ¿qué es?
preguntó,
y el Azarias, nervioso
    la Niña Chica es
y depositó el bote sobre el poyo y lo volvió a coger y lo volvió a dejar e iba de un lado a otro, desasosegado, la grajilla sobre el hombro, moviendo arriba y abajo las mandíbulas, rezongando,
    yo no puedo atender todas las cosas al mismo tiempo,
pero, al cabo de pocos segundos, volvió a sonar el berrido de la Niña Chica y la señorita Miriam, espeluznada,
    ¿es cierto que es una niña la que hace eso?
y él, Azarías, cada vez más agitado, con la grajeta mirando inquieta en derredor, se volvió hacia ella, la tomó nuevamente de la mano y
    venga,
dijo,
y entraron juntos en la casa y la señorita Miriam, avanzaba desconfiada, como sobrecogida por un negro presentimiento, y al descubrir a la niña en la penumbra, con sus piernecitas de alambre y la gran cabeza desplomada sobre el cojín, sintió que se le ablandaban los ojos y se llevó ambas manos a la boca,
    ¡Dios mío!,
exclamó,
y el Azarías la miraba, sonriéndola con sus encías sonrosadas, pero la señorita Miriam no podía apartar los ojos del cajoncito, que parecía que se hubiera convertido en una estatua de sal la señorita Miriam, tan rígida estaba, tan blanca, y espantada,
    ¡Dios mío!
repitió, moviendo rápidamente la cabeza de un lado a otro como para ahuyentar un mal pensamiento,
pero el Azarías, ya había tomado entre sus brazos a la criatura y, mascullando palabras ininteligibles, se sentó en el taburete, afianzó la cabecita de la niña en su axila y agarrando la grajilla con la mano izquierda y el dedo índice de la Niña Chica con la derecha, lo fue aproximando lentamente al entrecejo del animal, y una vez que le rozó, apartó el dedo de repente, rió, oprimió a la niña contra sí y dijo suavemente, con su voz acentuadamente nasal,
    ¿no es cierto que es bonita la milana, niña?

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