jueves, 11 de junio de 2009
El barón rampante, de Italo Calvino: algunos pasajes
El barón rampante, de Italo Calvino, traducción de Esther Benítez, editorial Siruela.
1.
La niña y mi hermano quedaron solos persiguiéndose en el olivar, pero Cosimo notó con desilusión que una vez desaparecida la gentuza, la alegría de Viola con aquel juego tendía a palidecer, como si ya estuviese a punto de caer en el aburrimiento. Y le entró la sospecha de que ella hacía todo aquello sólo para enfurecer a los otros, pero al mismo tiempo también la esperanza de que ahora lo hacía aposta para enfurecerlo a él; lo cierto es que siempre tenía necesidad de enfadar a alguien para darse a valer. (Sentimientos todos apenas percibidos por Cosimo niño; en realidad trepaba por aquellas ásperas cortezas sin entender nada, como un mastuerzo, imagino.)
Al volver un collado he aquí que se alza una menuda y violenta pedrea de guijarros. La niña protege la cabeza tras el cuello del caballito y escapa; mi hermano, sobre un codo de rama bien a la vista, queda a tiro. Pero las piedras llegaban allá arriba demasiado oblicuas para hacerle daño, salvo alguna en la frente o en las orejas. Silban y ríen, aquellos endemoniados, gritan: «Sin-fo-ro-sa es una as-que-ro-sa ... » , y escapan.
Ahora los golfillos han llegado a Porta Capperi, cubierta de cascadas verdes de alcaparras por los muros. De los tugurios de alrededor sale un griterío de madres. Pero éstos son niños a los que por la noche sus madres no les gritan para hacerlos volver, sino que gritan porque han vuelto, porque vienen a cenar a casa, en vez de buscarse la vida por ahí. En torno a Porta Capperi, en casuchas y barracas de tablas, en carromatos renqueantes, en tiendas, se agolpaba la gente más pobre de Ombrosa, tan pobre que se la mantenía fuera de las puertas de la ciudad y alejada de los campos, gente emigrada de tierras y países lejanos, expulsada por la carestía y la miseria que se difundía por todos los Estados. Era la puesta del sol, y mujeres despeinadas con niños al pecho soplaban en hornillos humeantes, y los mendigos se tumbaban al fresco desvendando las llagas, otros jugando a los dados con gritos entrecortados. Los camaradas de la banda de la fruta se mezclaban ahora con aquel humo de frituras y aquellos altercados, se ganaban sopapos de sus madres, se peleaban entre sí rodando por el polvo. Y ya sus harapos habían cogido el color de todos los otros harapos, y su alegría de pájaros, enviscada en aquel coágulo humano, se deshacía en una densa insulsez. Hasta el punto de que, a la aparición de la niña rubia al galope y de Cosimo sobre los árboles de alrededor, apenas alzaron los ojos intimidados, se retiraron a otro lado, trataron de perderse entre la polvareda y el humo de los hornillos, como si entre ellos se hubiera alzado de repente un muro.
*
Todo esto fue para ellos dos un momento, un abrir y cerrar de ojos. Ahora Viola había dejado a sus espaldas el humo de las barracas que se mezclaba con las sombras de la noche y los chillidos de las mujeres y de los niños, y corría entre los pinos de la playa.
Allí estaba el mar. Se oía su rodar por las piedras. Estaba oscuro. Un rodar más desaforado: era el caballito que corría salpicando chispas contra los guijarros. Desde un pino bajo y retorcido, mi hermano miraba la sombra clara de la niña rubia atravesar la playa. Una onda casi sin cresta se levantó del mar negro, se alzó enrollándose, avanzaba toda blanca, se rompía y la sombra del caballo con la muchachita la había rozado a toda carrera y sobre el pino una salpicadura blanca de agua salada bañó el rostro de Cosimo.
(64-65)
2.
Cosimo pensó que había llegado el momento de presentarse. Llegó al plátano del señor obeso, hizo una reverencia y dijo:
-El Barón Cosimo Piovasco di Rondò, para serviros.
-¿Rondós? ¿Rondós? -dijo el obeso-. ¿Aragonés? ¿Gallego?
-No, señor.
-¿Catalán?
-No señor. Soy de estas tierras.
-¿Desterrado también?
El gentilhombre flaco se sintió en la obligación de intervenir y hacer de intérprete, muy ampulosamente:
-Dice Su Alteza Federico Alonso Sánchez de Guatamurra y Tobasco si vuestra señoría es también un exiliado, pues que lo vemos trepar por estas frondas.
-No señor. O, al menos, no exiliado por decreto de nadie.
-¿Viaja usted sobre los árboles por gusto?
Y el intérprete:
-Su Alteza Federico Alonso se complace en preguntarle si es por gusto por lo que vuestra señoría realiza este itinerario.
Cosimo se lo pensó un poco, y respondió:
-Porque pienso que me conviene, aunque nadie me lo imponga.
-¡Feliz usted! -exclamó Federico Alonso Sánchez, suspirando-. ¡Ay de mí, ay de mí!
Y el de negro, explicando, cada vez más ampuloso:
-Su Alteza quiere decir que vuestra señoría puede considerarse afortunado al gozar de esta libertad, la cual no podemos dejar de comparar con nuestro constreñimiento, que empero soportamos resignados a la voluntad de Dios -y se santiguó.
Así, entre una lacónica exclamación del Príncipe Sánchez y una circunstanciada versión del señor vestido de negro, Cosimo logró reconstruir la historia de la colonia que residía en los plátanos.
(158-159)
3.
En resumen, le había entrado esa manía de quien cuenta historias y nunca sabe si son más hermosas las que ocurrieron de verdad, y que al evocarlas traen consigo todo un mar de horas pasadas, de sentimientos menudos, tedios, felicidades, incertidumbres, vanaglorias, náuseas de uno mismo, o bien las que se inventan, en las que se corta por lo sano y todo parece fácil, pero después cuanto más se disparata más advierte uno que vuelve a hablar de las cosas que le han ocurrido y que ha comprendido en realidad viviendo.
Cosimo estaba aún en esa edad en que las ganas de contar dan ganas de vivir, y se cree que no se ha vivido lo bastante para contarlo, y así se marchaba de caza, estaba fuera semanas enteras, luego regresaba a los árboles de la plaza sosteniendo por la cola garduñas, tejones y zorros, y contaba a los ombrosenses nuevas historias que, al contarlas, de verdaderas se volvían inventadas, y de inventadas, verdaderas.
(155)
4.
A Cosimo, el comprender el carácter de Enea Silvio Carrega le benefició en algo: entendió muchas cosas sobre la soledad, que después le sirvieron en su vida. Yo diría que siempre llevó a cuestas la imagen singular del Caballero Abogado, como advertencia de en qué puede convertirse el hombre que separa su suerte de la de los demás, y consiguió no parecérsele nunca.
(113)
5.
El trabajo humano había interesado siempre a Cosimo, pero hasta entonces su vida en los árboles, sus desplazamientos y sus cazas habían respondido siempre a inspiraciones aisladas e injustificadas, como si fuera un pajarillo. Ahora, en cambio, lo asaltó la necesidad de hacer algo útil para su prójimo. Y también esto, bien mirado, era algo que había aprendido en su trato con el bandido; el placer de hacerse útil, de desplegar un servicio indispensable para los demás.
Aprendió el arte de podar los árboles, y ofrecía su trabajo a los cultivadores de huertos, en invierno, cuando los árboles extienden irregulares laberintos de palitos y parece que no desean sino ser reducidos a formas más ordenadas para cubrirse de flores y hojas y frutos. Cosimo podaba bien y pedía poco, de modo que no había pequeño propietario o arrendatario que no le pidiese que pasara por sus tierras, y se le veía, en el aire cristalino de esas mañanas, erguido, esparrancado en los bajos árboles desnudos, el cuello envuelto en una bufanda hasta las orejas, levantar unas grandes tijeras y, ¡chac!, ¡chac!, hacer volar con tijeretazos seguros ramitas secundarias y puntas. El mismo arte desplegaba en los jardines, con los árboles de sombra y de adorno, armado con una corta sierra, y en los bosques, donde intentó sustituir el hacha del leñador, sólo adecuada para asestar golpes al pie de un tronco secular para derribarlo entero, por su ligera hacheta, que trabajaba sólo en horcaduras y copas.
En suma, supo convertir su amor por este elemento arbóreo, como ocurre con todos los amores verdaderos, en algo despiadado y doloroso, que hiere y saja para hacer crecer y dar forma. Es cierto que procuraba siempre, al podar y talar, servir no sólo al interés del propietario del árbol, sino también al suyo, de viandante que necesita hacer más practicables sus caminos; por eso se las arreglaba para que las ramas que le servían de puente entre un árbol y otro se salvaran siempre, y recibieran fuerza de la supresión de las demás. Así, esta naturaleza de Ombrosa que había encontrado ya muy benigna, contribuía con su arte a hacerla mucho más favorable para él, amigo al mismo tiempo del prójimo, de la naturaleza y de sí mismo. Y de las ventajas de este prudente obrar se benefició sobre todo en edad más tardía, cuando la forma de los árboles suplía cada vez más su pérdida de fuerzas. Después, bastó con la llegada de generaciones con menor criterio, de imprevisora avidez, gente no amiga de nada, ni siquiera de sí misma, y ya todo ha cambiado, ningún Cosimo podrá ya avanzar por los árboles.
(133-134)
6.
Y he aquí que el mongolfier fue cogido por una racha de lebeche; empezó a correr con el viento girando como una peonza, e iba hacia el mar. Los aeronautas, sin perder la cabeza, se dedicaban a reducir -creo- la presión del globo, y al mismo tiempo arrojaron el ancla para tratar de sujetarse en algún punto. El ancla volaba plateada en el cielo, colgada de una larga soga, y al seguir oblicuamente la carrera del globo pasaba ahora sobre la plaza, y estaba casi a la altura de la cima del nogal, hasta el punto de que temimos que golpeara a Cosimo. Pero no podíamos suponer lo que un instante después verían nuestros ojos.
El agonizante Cosimo, en el momento en que la soga del ancla pasó a su lado, dio un salto de los que le eran habituales en su juventud, se agarró a la cuerda, con los pies en el ancla y el cuerpo hecho un ovillo, y así lo vimos volar lejos, arrastrado por el viento, frenando apenas la carrera del globo, y desaparecer hacia el mar...
El mongolfier, tras atravesar el golfo, consiguió aterrizar luego en la otra orilla. Colgada de la cuerda sólo estaba el ancla. Los aeronautas, demasiado ansiosos por mantener una ruta, no se habían dado cuenta de nada. Se supuso que el viejo moribundo había desaparecido mientras volaba en medio del golfo.
Así desapareció Cosimo, y ni siquiera nos dio la satisfacción de verlo volver a la tierra de muerto. En la tumba familiar hay una estela que lo recuerda con la Inscripción: «Cosimo Piovasco di Rondò - Vivió en los árboles - Amó siempre la tierra - Subió al cielo».
*
De vez en cuando interrumpo la escritura y voy a la ventana. El cielo está vacío, y a nosotros, los viejos de Ombrosa, habituados a vivir bajo aquellas verdes cúpulas, nos daña los ojos mirarlo. Se diría que los árboles no han aguantado, después de que mi hermano se fue, o que a los hombres les ha entrado la furia de la segur. Además, la vegetación ha cambiado; ya no hay acebos, olmos, robles; ahora África, Australia, las Américas, las Indias alargan hasta aquí ramas y raíces. Las plantas antiguas han retrocedido hacia lo alto: en las colinas los olivos, y
en los bosques de los montes, pinos y castaños; más abajo la costa es una Australia roja de eucaliptos, elefantesca de ficus, plantas de jardín enormes y solitarias, y todo lo demás son palmeras, con sus mechones despeinados, árboles inhóspitos del desierto.
Ombrosa ya no existe. Al mirar el cielo despejado, me pregunto si ha existido alguna vez. Aquella abundancia de ramas y hojas, bifurcaciones, lóbulos, penachos, diminuta y sin fin, y el cielo sólo en retazos irregulares y diseminados, quizá sólo existieron para que pasase mi hermano con su ligero paso de chamarón, era un bordado hecho sobre la nada que se asemeja a este hilo de tinta que he dejado correr por páginas y páginas, atiborrado de tachaduras, de remisiones, de chafarrinones nerviosos, de manchas, de lagunas, que a veces se desgrana en gruesos granos claros, a veces se espesa en signos minúsculos como semillas puntiformes, ora se retuerce sobre sí mismo, ora se bifurca, ora enlaza grumos de frases con contornos de hojas o de nubes, y luego se atasca, y luego vuelve a enroscarse, y corre y corre y se devana y envuelve un último racimo insensato de palabras, ideas, sueños, y se acabó.
(262-263)
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